jueves, 21 de agosto de 2014

El trotamundos y la soldado de fortuna

La ciudad de altas torres resplandecía a la luz del amanecer
pero ni las sombras de esos altos edificios
la pobreza de los suburbios podían esconder.
Ella era una buscavidas y una soldado de fortuna.
Sable al costado; en sus lindos ojos, sed de aventuras.
Él era un trotamundos bendecido por la luna,
la ropa polvorienta, enredado el largo cabello...
Ambos reunidos al caminar por el sendero,
convertidos en amigos el sílex y el acero:
Las oportunidades saludan a los aventureros.

Pero en la ciudad de las altas torres
una secta dominaba comercios, callejones,
alcantarillado, suburbios y, con quedos murmullos,
controlaba hasta en la corte armerías y salones.
Su símbolo, una araña ocre sin distintivo ni nombre.

La soldado de fortuna encomendó su sable
a la destrucción de esa araña ocre innombrable.
El vividor trotamundos, por su parte,
apostaba su vida al todo o nada,
bebiendo aguamiel y cortejando damas,
durmiendo en tejados o en cualquier posada.

Ella combatía.
Él sonreía.

Pero la daga emponzoñada de la araña
terminó enterrada hasta la empuñadura
en el corazón de la soldado de fortuna.
El trotamundos vio caer a su amiga.
Corrió hacia ella con el alma quebrada,
las lágrimas cayendo, la sonrisa perdida.
Se arrodilló a su lado
y envolvió el sangrante cuerpo en su abrazo.
Ella simplemente le miró...
Una mirada que no era ni de alegría
ni de dolor.
Y usó el último
de sus movimientos
para depositar en los labios de él
el que fuera el último también
de sus besos.

El trotamundos pasó toda una noche
abrazando el cadáver de su amiga
que, en el último instante de su vida,
se había transformado en su amada.
Y mientras la mantenía abrazada,
él hacía inventario del sexo y la bebida
que había acumulado mientras ella luchaba.
Se puso en pie tambaleante,
pero agarrando fuerte el sable.
Y, sobre el arma, hizo la primera promesa
que estaba decidido a no romper.
Era tal la culpabilidad en su corazón
que a su desesperación acudió
un hada gris, apiadada de su dolor.

Y el hada gris
encantó el sable,
le hizo dormir,
le dijo que no era culpable
de haber elegido vivir...
Mas si la venganza era jurada,
ahora no podía hacer más que cumplir.

El trotamundos reconvertido en asesino
despertó.
En los tejados, los gatos callejeros,
sus otrora compañeros de juegos,
se arremolinaron... pues no hay secreto
que pueda esconderse de sus ojos felinos.

Así, los animales le guiaron en la noche
hasta llegar a la más alta torre
desde la cual se domina la ciudad.
Tan miserable se sentía
el trotamundos
que con las sombras parecía
fundirse
y para los guardias igual podía
ser invisible.
Así llegó hasta el piso más alto
donde dormía el corazón de la araña.
Podía haber sido un visir, un juez, un general...
podía ser el mismísimo rey, quizás.
El trotamundos sólo podía mirar
a ese hombre sudoroso y maloliente,
hinchado por la corrupción,
durmiendo tranquilamente,
con su asqueroso cuerpo desnudo
abrazado a una puta sonriente.

El encantado sable giró violentamente.
El corazón de la araña chilló
cuando su sueño se transformó
en la realidad de ver sus negras vísceras
asomándose al exterior.
La puta salió corriendo,
la cama y las paredes se empaparon en sangre,
arriba y abajo bailaba el vengador sable.

El trotamundos escapó a la noche
sabiendo que nadie podría sentirse más solo.
En los siguientes días vagó por callejones,
intentando encontrar una razón para vivir,
sabiendo que había perdido el saber del sonreír.
Y así pasaron las estaciones,
con el trotamundos simplemente sobreviviendo,
extrañando lo que fue
y odiándolo a la misma vez.

Y así habría continuado mucho tiempo
de no ser porque una mañana de invierno
escuchó una dulce y melancólica canción.
Siguiendo las notas que traía el viento
llegó por los tejados hasta una plaza
donde una trovadora tañía un laúd.
Los gatos le avisaron
que no era prudente enamorarse de ella...
Que esa trovadora podía dañarle
(como a tantos otros había hecho antes),
ese corazón que él dudaba que aún tuviera.
Mas el trotamundos siguió rondando
cada día la plaza, observándola.
Y lo hacía sabiendo que cuando la escuchaba,
que cuando la buscaba, que cuando la sentía...
su dolor era mayor por no poder abrazarla
y al mismo tiempo, cuanto más la veía
más y más perdidamente se enamoraba.

El hada gris volvió a apiadarse de él
y le entregó una rosa de encarnado color.
El trotamundos guardó tanto tiempo la flor
que, con el pasar de los días,
la mágica rosa no perdió su frescor
pero, en cambio, ese rojo intenso palideció
hasta volver sus pétalos de un tenue rosado.
Ahí el trotamundos se percató
de que no podía posponer más la decisión.
O le entregaba la flor, arriesgándose al dolor
y al amargo sabor del fracaso
o se olvidaba de la trovadora
y de lo que pudiera ser su nueva vida
y volvía a la soledad de los senderos,
a la nostalgia que trae la brisa nocturna,
a la triste pero conocida compañía de los gatos.

El trotamundos quedó mirando la rosa largo rato...







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